AUTOR:
Karl Heinrich Ulrichs
K. H. ULRICHS nació en Aurich en 1825 y murió en L'Aquila,
Italia, en 1895. Se graduó de Leyes y Teología en la Universidad de
Göttingen. Se le considera hoy el pionero del movimiento LGBT
(Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales). Después de declararse
homosexual ante su familia y sus amigos, empezó a escribir bajo el
seudónimo de Numa Numantius. En 1867 se convirtió en el primer
homosexual que intervino abiertamente ante el Congreso de Juristas
Alemanes, en Munich. Expulsado de allí y de muchos otros sitios, sus
libros perseguidos y destruidos, se concentró durante años en la lucha
por los derechos de los homosexuales y en contra de la discriminación.
Se autoexilió en Italia, al cuidado de su benefactor, el marqués
Niccolo Persichetti. En 1884 publicó su libro Historias de marineros,
de donde procede "Manor", acaso el primer relato de amor, anclado en
el mito del vampiro, que desarrolla lo que muchos años después se
conocería como queer horror.
Al final de su vida, Ulrichs escribió: "Hasta el día de mi muerte,
miraré hacia atrás con orgullo por haber encontrado la valentía para
enfrentarme cara a cara al espectro que por tiempo inmemorial ha estado
inyectando veneno en mí y en hombres de mi naturaleza. Muchos han sido
llevados al suicidio porque toda su felicidad en la vida estaba
contaminada. De verdad, estoy orgulloso de haber encontrado la fuerza
para dar el golpe inicial a la hidra del desprecio público."
RELATO:
Manor:
Una triste, melancólica pero valiente historia de amor homosexual y vampirismo, tenida de morbida poesía.
I
Justo en el centro del Mar de
Noruega hay un grupo de treinta y cinco islas solitarias y desoladas.
Equidistantes de Escocia, Islandia y Noruega, las Islas Feroe son
rocosas, en gran medida estériles, y se hallan cubiertas por la niebla.
El silbido melancólico de las gaviotas resuena en todas partes.
Hasta donde alcanza la vista, el espacio está como emponzoñado por una
pesada bruma que emana de olas muy gruesas. Las montañas se alzan
entre mil ochocientos y tres mil pies por encima del nivel del mar.
Abundan los acantilados, que son por allí muy abruptos. Los
desfiladeros se estrechan abajo. Pero también hay densos bosques de
pinos y miles de saltos de agua que, ruidosos, bajan de roca en roca
desde las cumbres. Las orillas de los ríos, esculpidas profundamente por
los arroyuelos y los fiordos, se han vuelto casi inaccesibles debido a
las enormes quebradas. Colosales peñascos y arrecifes constriñen el
océano y lo cercan aquí y allá hasta que la enorme presión libera las
aguas y las arroja en forma de salvajes remolinos.
Diecisiete de las islas Feroe están habitadas.
Dos de ellas, Streymoy y Vágar, están separadas tan sólo por un
estrecho canal que a veces está lo bastante en calma como para que
algún joven valiente lo cruce a nado. Muchos nombres de lugares
recuerdan el pretérito más remoto, cuando a las islas aún no había
llegado la iglesia. Por ejemplo, Thorshavn, en la costa oeste de
Streymoy, es un nombre que honra al dios nórdico del relámpago y el
trueno, representado casi siempre con un martillo de fragua.
Cierta vez, un pescador y su hijo de quince años
dejaron Thorshavn en un rústico bote de remos que, durante una
tormenta, se volcó frente a las costas de Vágar. El muchacho fue a dar
a una peligrosa escollera, pero tuvo suerte porque un joven marinero
vio su cuerpo flotar entre las piedras. Rápidamente el marinero se
adentró en el mar, se sumergió y, con el chico ya a salvo, atravesó las
rocas hasta la playa y lo acostó sobre una laja. Después alzó el
cuerpo semiconsciente y, entre sus brazos, lo sostuvo en su regazo
hasta que el chico abrió los ojos.
–¿Cómo te llamas?
–Har –murmuró el chico–. Soy de Streymoy.
El marinero remó a través del
canal hasta cruzarlo y poner a Har junto a Lara, su madre. Lleno de
agradecimiento, el muchacho abrazó a su salvador, que estaba a punto
de marcharse. Días después el cuerpo sin vida del padre de Har llegó a
la orilla, arrastrado por las corrientes.
Manor se llamaba el marinero. Era huérfano y
tenía cuatro años más que Har. Se encariñó con él. Y como ansiaba
verlo con frecuencia, tomó por costumbre remar por el canal hasta
llegar a Streymoy. Algunas veces, en verano, durante las tardes más
tibias, se echaba al agua y nadaba la distancia que lo separaba del
chico. Este aguardaba impaciente en la costa, se subía a lo más
elevado de los riscos y agitaba un pañuelo cuando veía a Manor
acercarse. Entonces se iban a la embarcación del marinero y pasaban el
rato cantando antes de pasear por el mar en calma. Otras veces se
desnudaban, atravesaban alegres las olas y braceaban hasta la playa
más cercana para ver a las focas.
Pero también ocurría que Manor y Har visitaban el
oscuro y verde bosque de pinos, cuyas copas susurrantes eran como
heraldos del dios Thor. Y encontraban, junto a una haya, alguna piedra
que les servía de asiento, y allí pasaban las horas conversando y
haciendo planes. Soñaban con irse en el primer ballenero que surcara
el canal, y Manor, cariñoso, rodeaba los hombros de Har y lo llamaba
"Mi muchacho". Y él no se sentía más feliz que en ese instante, cuando
Manor lo abrazaba de aquel modo. Y si alguna vez el marinero se daba
cuenta de que iba a tardar, iba directo al jardín de lilas que rodeaba
la casa de su muchacho y, entre sombras, daba golpecitos en el vidrio
de la ventana del cuarto. Y así Har despertaba y se escabullía fuera
de la casa para encontrarse con él. Porque sólo se sentía feliz junto a
su amigo.
II
Una vez apareció por allí un
velero danés de tres palos que soltó ancla en la bahía de Vágar para
reclutar marineros con ganas de irse al océano durante diez meses a
cazar ballenas. Manor abordó el barco, y en cuanto el capitán vio al
larguirucho y diestro joven, lo contrató. De inmediato Har se ofreció
como grumete, pero Lara lamentó aquella intención suya:
–Eres mi único hijo y ya el mar se llevó a tu padre. ¿Vas a abandonarme?
Y Manor se fue en el ballenero y Har quedó en tierra.
Transcurrieron dos meses y ya el
invierno estaba anunciándose otra vez en la frialdad de los vientos.
Har seguía subiendo a lo más alto de los riscos y miraba el horizonte y
la vastedad del océano. Una mañana vio un barco que se acercaba y
agitó su pañuelo con júbilo, pero el clima empezaba a ser tormentoso y
había mucho oleaje. El barco ponía proa a la bahía de Vágar, pero,
incapaz de mantenerse en la ruta, se apartó peligrosamente de ella y
fue a dar a los arrecifes de Streymoy. Allí, ante los ojos de Har,
quedó varado. Y, en medio de la tempestad, vio a los marineros peleando
contra las olas. A lo lejos un brazo fuerte se aferraba a un tablón,
pero al instante el tablón desaparecía con el dueño del brazo bajo un
torrente de agua. Har conocía aquel brazo. Manor estaba intentado
salvarse.
Muchos eran los cadáveres atraídos por la
corriente a la calma de la orilla. Habían sido colocados sobre paja,
uno a continuación del otro. Har ayudó a identificarlos. Y cuando por
fin el cuerpo de Manor apareció en la playa, acarició sus cabellos
empapados. No traía los ojos abiertos, y el rostro y los labios eran
muy pálidos. Sin embargo, con aquella figura delgada y esbelta, Manor
no dejaba de ser apuesto ni siquiera en la muerte.
–¿Es que así acaba todo, Manor? –gritó Har.
Se dejó caer sobre el cuerpo amado y por un
instante, todavía entre sollozos, saboreó la pequeña alegría de un
último abrazo.
Los pobladores llevaron los cuerpos a una de las dunas de Vágar y el mismo día los enterraron en la arena.
III
Har, muy triste, pasó la noche en su cabaña.
Maldijo a los dioses. Lara intentó consolarlo, pero era inútil. Hacia
la medianoche, mientras caía en un duermevela aquietado por el
sufrimiento, oyó un ruido. Prestó atención y notó que procedía de su
ventana. Las ramas de las lilas crujieron y las hojas secas
susurraron. Entonces la ventana se abrió y alguien saltó dentro de
la habitación. Har se dio un susto enorme, pero reconoció la figura
que tenía ante sí. A pesar de las tinieblas sabía a quién pertenecían
aquellas formas. Y las formas se aproximaron a él con lentitud hasta
definirse en un cuerpo que se tendió en la cama junto a él. Har
temblaba, pero no atinaba a moverse. Una mano muy fría le acarició la
mejilla. ¡Era tan fría esa mano! Y un estremecimiento le recorrió la
espalda.Y unos labios que eran como de hielo besaron los suyos. Y
palpó la húmeda ropa de su amado y alcanzó a ver sus cabellos sobre su
frente. El miedo aprisionaba a Har, pero se trataba de un miedo
mezclado con un extraño júbilo. El cuerpo que lo acompañaba en el
lecho emitió un suspiro:
–Un ansia me trajo a ti. No he encontrado paz en la tumba.
Har no pronunció palabra. Sólo se atrevía a respirar. Entonces Manor se alzó y murmuró:
–Debo regresar.
Y saltó por la ventana.
"¡Ah, Manor!", gimió Har, muy pensativo.
Un pescador que remaba por el canal contaba que
había visto un brillo en las aguas, como si los remos
chisporrotearan. Y que entonces, poco antes de la medianoche, escuchó
raros sonidos.Y que algo cruzó frente a sí por el agua
resplandeciente. No pudo distinguir la forma de aquello que se movía
con la gravedad elegante de un gran pez, pero, a pesar de la sombras,
el pescador tuvo enseguida la seguridad que no se trataba de un pez.
Manor regresó la siguiente noche, el cuerpo tan
frío como la vez anterior, pero con un ánimo más exigente. Abrazaba a
Har, besaba sus mejillas y sus labios constantemente, y ponía su
húmeda cabeza sobre el pecho del chico. Har temblaba y su corazón no
dejaba de resonar. Entonces Manor acercó aún más su boca a los latidos
que se ocultaban en el pecho de Har y posó los labios de hielo en el
pectoral suavemente inflamado. Todo Har se agitaba y Manor empezó a
lamer una tetilla, ansioso y sediento, incrustándose allí como un niño
en el pecho de su madre. Sin embargo, antes de que hubiera
transcurrido mucho tiempo, Manor interrumpió lo que hacía y se marchó.
Har sentía como si un animal hubiera absorbido su energía dejándolo
exhausto.
También esa noche salió a navegar por el
estrecho el pescador que contaba la atroz historia del gran pez
centelleante, y, a la misma hora de la ocasión anterior, oyó idénticos
ruidos en el agua. Bajo la pálida luz de la luna reconoció a un joven
que nadaba en el estilo de los marineros, sólo con el lado derecho
del cuerpo sumergido, y ataviado con una mortaja. Braceaba con la
cabeza en alto y los ojos cerrados. Esta visión inquietó tanto al
pescador, que recogió sus redes y puso proa a la orilla.
Manor siguió visitando a Har todas las noches, y
abrazaba a su amigo incluso mientras este dormía. Pero, a pesar del
cansancio, Har se alegraba de despertar en brazos de Manor, cuyos
labios no dejaban de explorar el tierno montículo de carne bajo el
cual se hallaba su corazón. Y así, un día, al romper el alba, notó
Har que una gota de sangre se filtraba por su tetilla izquierda. Se
limpiaba con la camisa, pero la gota aparecía de vez en vez, en
especial los días de luna nueva, cuando Manor aparecía en su cuarto y
la oscuridad de la noche era más completa.
A menudo los muertos son
compulsados por el ansia incontrolable de visitar a algunos de los
seres amados que los sobreviven. La compulsión es como un mandato, y
puede ser tan poderosa que los arranca de sus tumbas. Muy antigua es
la creencia de que Urda, poseedora de extrañas potestades demoníacas, es
la responsable de esos cortos períodos de tiempo que se les regala a
los muertos vivientes para que vuelvan al mundo de los vivos. Urda se
interesa, sobre todo, en seres que han sido arrebatados de la vida de
un modo amargo y una edad muy temprana, y se dice que una abrumadora
y vehemente necesidad de vida, de fervor vital, llena los corazones de
quienes regresan. Por eso prosperan a través de la sangre de los
vivos, florecen en contacto con la sangre viva, y, a semejanza de la
vida misma, son como el amante que no deja de apetecer el abrazo del
amado. Sin embargo, esa ansia no causa al final más que una profunda
pena. Y este era el caso, ya que a Har, atormentado, lo consumía la
añoranza, motivo por el que esperaba impaciente la llegada de la
noche, y, con ella, el estremecimiento gozoso que le producía abrazo de
Manor.
IV
Habían transcurrido doce días ya.
–Estás blanco como un fantasma. ¿Qué sucede, hijo?
Lara lo observaba.
–Nada, madre.
–Pero ya no hablas.
Har suspiró.
En el borde del valle, en una
pequeña casa, vivía una bruja muy vieja. Lara, abrumada, le hizo la
visita, y la bruja arrojó ante ella unas ramitas llenas de runas.
–Él está siendo visitado por los muertos.
–¿Los muertos? –se extrañó Lara.
–Un muerto lo visita de noche, y
si no se hace algo pronto, alguien morirá. Perpleja, Lara regresó.
–¿Es cierto que los muertos te visitan, hijo? La mirada de Har cayó en
el suelo. –Es Manor –susurró y se secó las lágrimas en el pecho
de su madre.
–Que los dioses se apiaden de ti, hijo.
–¿Los dioses? No, los dioses ya no
significan nada para mí, madre. Cuando él se aferraba a la vida...
¡ese era el momento en que los dioses debieron apiadarse de mí! Pero
dejaron, despiadados, que él se ahogara... ¡Ay, madre, cuánto lo amé
entonces!
Cuando Lara descubrió sangre en la ropa de Har, se fue a visitar a los mayores del pueblo. Y remaron hasta
Vágar con Lara y su hijo. Los mayores les dijeron a los de Vágar:
–La inseguridad de vuestras tumbas ha puesto en peligro a uno de
los nuestros. Un hombre de aquí abandona por las
noches su sepultura y viene hasta nosotros y sacia su avidez de
sangre.
–Vamos a asegurarnos de que no suceda más –contestaron.
Cortaron una rama de pino, tan larga como un hombre, e hicieron
una estaca del grosor de un brazo. La encuadraron y la tallaron hasta
sacarle una punta bien afilada, como de un pie de largo. Después se
fueron todos -Har, Lara, los mayores de Streymoy y los vecinos de
Vágar- a la duna donde los marineros habían sido enterrados. Uno de
los hombres llevaba la estaca y otro una pesada hacha.
Cuando cavaron y vieron el cuerpo de Manor, uno de los hombres comentó:
–Miren, este no se ha movido desde que lo enterramos.
Pero en el grupo había una mujer sabia:
–Lo que ocurre es que, cuando él
regresa, vuelve a ocupar exactamente el mismo espacio que dejó vacío.
Se estremecieron.
–Luce mejor ahora que el día del entierro.
–No hay que maravillarse por
eso... –observó la mujer sabia–.Y es razón de más para pensar por
qué Har está cada vez más pálido.
Har se lanzó sobre el cuerpo de su amado.
–Manor... Manor...
Le temblaba la voz.
–...estos hombres van a clavar una
estaca en tu corazón... ¡Despierta! Abre los ojos, soy yo, tu Har…
Pero
Manor no abrió los ojos. Permanecía inmóvil en brazos de Har,
idéntico al día en que éste había recostado su cuerpo sobre el montón
de paja cuando el océano lo hubo devuelto a la playa.
Los hombres tuvieron que separarlos a la
fuerza, pues Har renunciaba a desprenderse de Manor. Cuando pusieron
la punta de la estaca en el pecho de Manor, Har se volvió, con el
corazón destrozado, hacia su madre y enterró la cara en su hombro.
–¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste? –le reprochó.
Har oía los golpes sobre la estaca, que parecían quejidos. Golpes pesados, uno tras otro.
–Así se hace –se escuchó decir a uno de los hombres.
–Si eso no lo mantiene en su sitio, nada lo hará -observó otro. Se refería a Manor.
Tuvieron que cargar a Har, que casi había perdido el sentido.
–Él ya no te molestará más, mi niño –lo acarició Lara cuando regresaron a casa.
Lloroso, Har se fue a su cuarto.
Gritaba, desesperado, que
ya no podría ver más a Manor. Se sentía débil y muy cansado y se tiró
en la cama. Intentaba entregarse al sueño. Los minutos, lentos, pasaban
como horas. Y llegó la medianoche. Pero el sueño no había visitado aún
sus ojos.
¡Ah, pero había que prestarle oídos a la
noche! ¿Qué rumor era aquel? Har volvía a sentir ruidos. Roces muy
suaves, pero audibles. ¡En las ramas de las lilas! ¿Sería...?
¡Imposible! Y, sin embargo, igual que antes, oyó otra vez susurros
entre las hojas. Su ventana se abría...
Era Manor de nuevo.
La visión le cortó a Har el
aliento, porque en el pecho de Manor había una enorme herida de bordes
afilados, una perforación que lo atravesaba por completo. Avanzó
hasta la cama, se acostó junto a Har, lo abrazó como solía hacerlo y
tornó a succionar su pecho. Y lo hacía con más fuerza, con una sed y un
ardor renovados.
Pero esa noche Lara sí despertó, aunque no se
movió de su cama. Temía por su propia vida y esperó al amanecer.
Entonces entró en el cuarto de Har.
–Mi pobre niño… ¿Fue él otra vez, verdad?
–Sí, madre. Él.
Las sábanas estaban manchadas
de sangre muerta. Sangre que había brotado de la pavorosa herida que
la estaca había abierto en el pecho de Manor.
V
Algunas horas después, Lara, la
anciana sabia y los mayores de Streymoy cruzaron el canal. En esa
oportunidad Har no iba con ellos. Buscaban la duna de los
enterramientos. Cuando llegaron al sitio, reabrieron la tumba y vieron
que la estaca estaba allí, clavada en el suelo, pero sin atravesar el
pecho de Manor. El cuerpo seguía allí, pero junto a la estaca, en
posición fetal, las rodillas rozando el mentón. La estaca le impedía
estirarse y era evidente que había conseguido liberarse.
–Él mismo lo hizo –dijo la anciana sabia–. La
estaca tiene ahora el mismo grosor arriba que abajo. –Como si la
hubiera desbastado para poder salirse de ella –observó uno de los
hombres de Vágar. –Pero hacerlo requeriría una fuerza sobrehumana
–reflexionó otro.
Aconsejados por la anciana sabia hicieron
otra estaca, mucho más robusta. Tenía el doble de anchura en la parte
de arriba y parecía un clavo corpulento con una cabeza muy grande.
Retiraron la estaca anterior y fijaron con la nueva el cuerpo de Manor a
la tierra.
–Ahora sí estás bien clavado, muchacho –dijo el hombre que manejaba el martillo antes de darle a la estaca un último golpe.
–No volverá a escaparse de ahí –aseguró otro.
Lara regresó junto a Har y le contó lo ocurrido.
–Todo ha terminado entonces –musitó él y
regresó a la cama. Pero ni siquiera las noticias que su madre le había
traído impidieron que se mantuviera despierto mientras la medianoche
se aproximaba. ¡Todo estaba tan tranquilo! Nada agitaba las ramas de las
lilas. Y el pescador que contaba historias espeluznantes siguió en
su faena diaria, sin miedo ya de un marinero ciego que cruzaba el
estrecho a nado, como un pez.
Lara le había dicho a Har que Manor ya no lo
atormentaría más, pero él, lleno de vanas añoranzas, le aseguraba que
su amigo nunca lo había atormentado.
–¿No comprendes, madre, que ya no tengo motivo para vivir?
Lara decía:
–Estás cansado.Y muy débil.
Har estaba tan pálido y descarnado que ya no
pudo levantarse más de la cama. –Puedo oír a Manor. Está llamándome
–susurraba. Había transcurrido un mes desde el naufragio y una maña
na, temprano, mientras Lara velaba junto a su hijo dormido,
este sintió el llanto de su madre y despertó.
La voz de Har ya era muy frágil:
–Pronto voy a morir, madre.
–No,mi niño –se desesperó ella–.Todavía eres muy joven...
–Pero voy a morir… Manor estuvo otra vez aquí
y hablamos. Nos sentamos bajo la vieja haya, como antes, y me abrazó
y me dijo que yo era su muchacho... Esta noche él vendrá por mí. Me lo
prometió. ¿No ves, madre, que sin él no puedo soportar la vida?
Lara se inclinó:
–Mi pobre niño –sollozó. Le puso una mano en la frente.
Cuando se hizo de noche, encendió una lámpara
y se sentó junto a Har. El muchacho no dormía. Tenía la vista perdida
en la distancia, como si contemplara algo en silencio.
–Madre –llamó.
Lara se volvió hacia él, expectante.
–Entiérrame con él, en su tumba. ¿Lo harás? Y quita esa horrible estaca de su pecho...
Lara apretó sus manos y lo besó.
–Te lo prometo.
–Apenas puedo esperar más… quiero irme ya con él...
Entonces, cuando llegó la medianoche, Har se
transfiguró. Alzó la cabeza como si escuchara con intensidad. Sus ojos
brillaron, fijos en la ventana y las ramas de las lilas.
–Mira, madre... ahí viene... Esas fueron sus
últimas palabras. Cerró los ojos, hundió la cabeza en la almohada y
murió. Lara y los hombres de Streymoy cumplieron sus deseos.
Versión del inglés hecha por Alberto Garrandés.
1 comentario:
Thanks, I'm glad you liked it. I'll stop by your blogs.
A greeting.
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